La única mirada posible es la del árbol. La nuestra, la humana, no llega a los ciento ochenta grados de angulación, mientras que la de ellos goza de trescientos sesenta grados de cómoda visión. Cuenta Desmond Morris en El mono desnudo que el sedentarismo fue el principal motivo por el cual perdimos los pelos que recubrían nuestro cuerpo. Cuando vivíamos deambulando en las florestas, de rama en rama, no dábamos tiempo a que las larvas de las pulgas, chinches y demás agentes molestos se transformaran en insectos. Se necesitan al menos dos semanas para esa metamorfosis. Cuando, al fin, dejamos de perseguir el calor y el alimento, empezamos a convivir con la nueva realidad y a llenarnos de picaduras. La dermatitis, por lo tanto, fue el motivo principal por el cuál hoy seamos lampiños. No obstante, la casa del árbol nunca dejó de existir. Refugio de una época remota, pasión de los niños que pueden darse el lujo de tener una, perla del lodge cinco estrellas en la selva, el hábito perdura en el sueño de la casa de fin de semana en contacto con la naturaleza. Ese refugio, el lugar de la fuga, jamás debe ser el lugar en el que se vive. Cuando habitamos el sitio que nos protege de los enemigos y fantasmas que nos acosan, de la mala vida de la gran ciudad, del dictador que nos persigue, nos convertimos en refugiados. Y, por cierto, ese no es el mejor destino que se le puede desear a un hombre.
Una casa tiene cualquiera, decía mi abuela, quién conoció un mundo en el que aún existían créditos hipotecarios viables, pero un hogar no. Según la tradición matriarcal de la que provengo para tener un hogar no hace falta el bebé en brazos, el esposo y el perro. Hace falta una mujer. Un hombre solo no es un hogar en sí mismo, sin embargo, una sola hembra constituye un altar viviente. Esa es la razón por la que los varones buscan unirse a las mujeres y habitar junto a ellas. El altar no está en las imágenes sacras que podamos tener en un mueble. En el lenguaje profundo y simbólico el altar es el útero, el horno, el sitio dónde mora la divinidad, tengan o no hijos, tengan o no descendencia, tengan o o no menstruación. El rol de guardiana de los alimentos, la administradora de los recursos, la apaciguadora de los miedos de los que allí habitan, la reunidora de las almas de los vivos y de la memoria de los que ya se fueron, la que cura a los enfermos y alegra a los vivientes es lo que otorga a un sitio el status de hogar.
En la Antigua Roma las casas tenían un lugar en el que se adoraban a los lares , que eran divinidades de lo cotidiano (lar, en portugués, significa hogar). Allí el fuego debía arder, como en el templo de las Vestales, sacerdotisas del Imperio. Las mujeres, como guardianas de lo sagrado, debían mantener el fuego de los dioses encendido. En Pompeya se mantuvieron intactos esos altares hasta el día de hoy. Para el Feng Shui, el estudio del espacio basado en el octograma chino, el rincón de los ancestros es imprescindible para que una casa preserve la buena energía. En el Coricancha, el palacio inca en la ciudad de Cuzco, recuerdo haber visto un lugar para la adoración de los antepasados y las vasijas que los contenían.
Conclusión, una casa es un templo en miniatura y un templo es el lugar dónde mora lo sagrado. La pregunta que queda flotando en el aire es ¿ vivo en un refugio, en un búnker dónde escondo valores y dinero y lo amurallo hasta el hartazgo, en una oficina disfrazada de habitáculo, en dónde ningún recuerdo es bienvenido y los espacios se llenan de tecnología, en un hotel de paso en en que no puede haber olor a comida, en un parque de diversiones, lleno de juguetes del niño que no pude ser? Porque aunque de lugares físicos se trata, no importa si vivimos en cuarenta o en mil metros cuadrados, si alquilo o soy propietario, si estoy o no en pareja. Lo que importa es si habito el lugar en dónde moran mis sueños o en el rincón en el que salvaguardo mis pesadillas.