Sol es la perra de mi amiga Cecilia y ya tiene catorce años. A diferencia con lo que sucede con nuestra amistad , su ciclo vital declina. Alegre, compañera y dorada como el astro que la nombra, nos hace reír a todos cuando pone la traba al portón ante el olvido de los humanos. Guardiana como pocas, no hace falta que ladre demasiado para marcar territorio: tan sólo su porte es suficiente para que el intruso se dé por enterado.
Esta semana le detectaron un tumor. Una descompostura atípica hizo que su dueña recurriera a la ciencia para saber qué andaba pasando. Dueña. Qué palabra desacertada para definir una relación tan especial. Protectora, madre, hermana mayor, se me ocurren muchos títulos para referirme al vínculo, pero ninguna se ajusta demasiado bien cuando se trata de una mascota y quién la cuida. Ambas recibieron juntas catorce Años Nuevos, un igual número de Navidades, se acurrucaron trece inviernos tandilenses para apalear el frío, juntas despidieron a Lidia, la matriarca de la familia, la que se aparece por la casa cada tanto y lo sabemos porque la perra de pronto mira un punto fijo, ladra y mueve la cola como lo hacía cuando la veía en los buenos tiempos.
Estoy convencida que las mascotas vienen al mundo para recordar que el Reino de las Palabras es más chico que lo que pensamos, que los humanos somos menos fantásticos de lo que creemos y, sobretodo, para que aprendamos a valorar el tiempo que nos queda sobre la corteza de este raro planeta . Corta es la estadía de una mascota, pero larguísima la lista de sus enseñanzas y anécdotas.
Despediremos a Sol cuando sea el momento. Ahora nos toca disfrutar el tiempo que esté entre nosotros. La muerte de una mascota abre una dimensión en la que se encuentran todos los animales con los que convivimos. Lealtad es la palabra que generalmente surge cuando recordamos a un perro al que amamos. Nobleza será la que evoque cuando, pasado lo que tenga que pasar, nos toque recordar a Sol.
(Ilustra obra de Gustav Klimt, El árbol de la vida).
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