Hablamos de las emociones como si fueran un músculo que hay que ejercitar, exigiéndole tal o cuál actitud, analizándolas con la racionalidad de un contador. Olvidamos que son emociones, de origen innato y desarrolladas a lo largo de miles de años para adaptarnos a experiencias que vivenciamos.
Si bien no está mal conocerlas, tratar de ponerles un cepo a todo lo espontáneo no hace más que comprimir el sistema hasta colapsarlo. Gran parte de las crisis que atravesamos proviene del combate permanente entre lo que somos y de lo que nuestra mente racional y crítica cree que debemos ser. La autoexigencia demandante que busca seguir un modelo de hijo, de belleza , de virtud o de cualquier planificación previa, no hace más que ponernos en un molde que nos quita toda particularidad, la riqueza que deriva de la individualidad de cada ser humano.
Con dolor asistimos a adolescentes que se quitan la vida porque en esa etapa “encajar” se hace necesario, les resulta imprescindible pertenecer y sus cuerpos se transforman con la misma velocidad con la que varían sus emociones. A la montaña rusa emocional se le suman la adquisición de conocimientos en un sistema educativo en franca decadencia y con la perspectiva de un futuro laboral incierto.
La atención social se ha volcado a la primera infancia, con justa razón, dado que es la etapa formativa en la que todos sentamos base de lo que seremos en el futuro. Luego, el Estado se ha ocupado de los jubilados, inactivos y ancianos, que se merecen todo nuestro amparo y respeto porque de ellos provenimos. Ahora escuchamos los reclamos de las mujeres y la maternidad, pilar fundamental para que logremos una sociedad justa. No obstante, poco escucho hablar de los adolescentes y sus angustias. Recordemos que es la etapa en la que se presentan depresiones preocupantes, las que ellos tapan con sus caras largas, tatuajes y auriculares.