Es la primera vez que limpio un horno. Nunca me hubiera imaginado que la heladera tenía capacidad para acopiar tantos tápers y potes con contenido inapropiado, un festín para cualquier censor de los setenta. Lavandina ultra, super, para ropa de color, doble acción, CIF crema, antigrasa, limpavidrios, jabón en pan, federal, blanco para lavar la ropa y antibacterial para el protocolo de ingreso a la casa, con glicerina para que no se te estropeen las manos, guates de látex para lavar y los finitos para salir a la calle, Blem para los muebles de madera y el infaltable líquido para el tratamiento de los pisos flotantes, esos que quisieron imitar a las alfombras mágicas pero nunca lograron elevarse ni un centímetro del suelo. No quiero olvidar la importancia trascendental que adquirieron en mi vida las pastillas para la desinfección del inodoro y el spray antibacterial que no debe servir para nada porque lo que combatimos es un virus, pero no importa. Lustro, aireo las habitaciones , barro una y otra vez, tiendo las camas sin olvidar de cambiar las sábanas a cada tres días, al igual que los toallones y toallas de mano. Yo, que había erradicado el planchado de mi rutina, bastó saber que el bicho ése muere a los setenta grados Celsius para empezar a planchar repasadores, medias, calzones, barbijos, pañuelos, remeras y si se descuidan plancho documentos, la Sube y la memoria de quién se anime a desafiarme. Aunque ahora dicen que muere a los noventa, como mi abuela Celestina, que aborrecía a todo aquél que portara corona , pero amaba a los médicos por sobre todos los seres humanos. Seguro hubiera aplaudido a las nueve de la noche a los profesionales de la salud y hubiera rezado sus novenas a San Rafael para eliminar el COVID-19 de la faz de la Tierra. Y seguro la hubiera escuchado el Santo porque la Celestina era más poderosa que la lavandina, más fuerte que el Míster Músculo y sus rezos se sentían desde dónde quiera que uno estuviera. La hermana había muerto de fiebre española cuando ella tenía dos o tres años, no se acordaba de nada por lo pequeña que era. A razón de esa tragedia, otra hermana calló para siempre. Nunca más la escucharon hablar. La finada se llevó sus cuerdas vocales, decía el vecindario de San Vicente, un pueblito cerca de Chacabuco, antes que el siglo veinte cumpliera sus dieciocho primeros años.
Ésas y tantas historias recuerdo mientras paso el lampazo, cambio el balde con procenex, tiro el trapo rejilla a la basura, recargo el fil de la crema renovadora de superficies porosas , desinfecto el piso del balcón , repaso las macetas, riego los lazos de amor, le saco brillo al bronce de la puerta de entrada, me las agarro con las vetas de los azulejos como si fueran enemigos mortales que planifican mi asesinato, voy pensando en el almuerzo y qué verdura trituraré , qué fruta estrujaré, que carne pondré a la plancha, apurando el trámite para que no se me haga tarde y poder seguir con el orden de los placares que quedaron a medio terminar ayer por la tarde. Limpio la cocina de vuelta. Me doy una ducha rápida, me seco el cabello con el difusor, me siento la peor de todas por haberme olvidado de tender la cama mientras elijo un buzo abrigado porque ya hace frío. Escucho la puerta de calle con él que vuelve del supermercado y me llama para que lavemos los productos juntos y le pasemos alcohol a la compra. Camino a la cocina, a medio vestir, registro motas con pelos de gato por las esquinas por las que me olvidé de pasar la aspiradora y se me acelera el corazón. Creo que me voy a infartar. Faltó desinfectar los teclados y los teléfonos celulares que son un antro de perdición para mi TOC. Perdí el control remoto. ¿Adónde lo habré dejado?
(Ilustración de Dasil)