El dilema de quienes viven del turismo en las ciudades de veraneo es enorme. Por un lado, desean una temporada a pleno, con hoteles colmados de gente y restaurantes con cien cubiertos por noche y, por otro, sienten que se les termina la paz y no ven la hora de que nos vayamos y los dejemos disfrutar del paraíso.
_ ¡Se terminó la tranquilidad! _ dice el kiosquero. _ Ahí viene la invasión bárbara. _ acota la moza. _ Gasoleros, caminan, caminan y no gastan nada… _ reitera el comerciante. Estos son algunos de los comentarios que hacen entre dientes los lugareños del Edén. No obstante, sus boliches, paradores y casinos ofrecen espectáculos, excursiones y placeres en vivo y en directo al viajero ávido de emociones. Éste se apodera en menos de un minuto de los paisajes haciendo fotos con la cámara del celular, copando el centro histórico, alterando el hábitat normalmente sereno, atestando las playas, cerros y montañas, triplicando el valor de los alimentos y contaminando el ambiente. Divididos entre la xenofobia y la supervivencia, el ciudadano que vive en los centros de veraneo se asemeja al mutante personaje del clásico Dr Jekill y Mr.Hyde, un rostro es benévolo y anfitrión, el otro, irascible y despiadado. No es para menos. El turista sabe que es el motor que hace que la economía local funcione y se impone de manera prepotente. Abusa de la inmunidad que le otorga el estar de paso , algunas veces profanando los lugares sagrados de los aborígenes, marcando con grafittis los monumentos históricos y ahuyentando los pájaros con ruidos molestos. Los perrijos turistas, nuevo especimen zoológico, invaden territorios de otros perros y son hostilizados por los machos-alfa locales. Las empresas hoteleras, con el afán de incrementar ganancias, construyen sus emprendimientos en los sitios mas bellos, impidiendo que los ciudadanos del lugar accedan a lo que, otrora, fue de todos.
La política turística ha sido infantil y burda. En vez de hacer hincapié en atraer extranjeros y enseñar inglés, francés y alemán al artesano , se olvidaron de considerar la particularidad de cada sitio , promover sus costumbres y festividades típicas, comprender más y mejor la idiosincrasia local e incrementar de ese modo la riqueza humana que poseemos . Es menester que el Estado desarrolle una política educativa para el Turismo. Va más allá de crear rutas de acceso, casas de cambio y aeropuertos . Son cosas simples, como enseñar al que recién llega a interactuar con una cultura distinta , a no depredar y a consumir bienes culturales. Eso redundará en beneficios tanto en el país como en el exterior. Sólo así acortaremos la distancia entre el turista que creemos ser y el que, de verdad, somos.
(Obra de la pintora surrealista italiana Daria Petrilli)
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