El otro día vino una señora muy distinguida a consultar las Runas. Ya somos uno con el oráculo, no sé dónde empiezo yo y terminan ellas. El caso es que paseamos de la Ceca a la Meca en un vaivén de propuestas, imágenes del pasado, sueños que ella desearía concretar, autores, películas,  hasta que llegó el momento de las preguntas. Quiénes han estado alguna vez conmigo en mesa de Runas saben que después del encuentro me olvido de todo, visto el delantal y salgo a cocinar o me pinto los labios y voy al cine. Esta es la razón por la cuál escribo esta crónica. Quisiera no olvidar éste encuentro. La consultante preguntó por su padre y, de pronto, la imagen del viejo se instaló en mi cabeza. Un hombre adusto, con sombrero, cigarrillo en los labios, concentrado en armar una jugada en una mesa de poker. Estaba entre amigos,  de lo más entretenido. Le dio preciosos consejos , mientras esperaba su turno .  Hizo hincapié en que no se molestara en querer arreglar los entuertos de la familia, que siempre fueron así, complicados. Que disfrutara de lo simple y que no abandonara sus sueños. Que no pierda el tiempo (los espíritus lo recuerdan siempre) y que  viva con alegría. Brindó por la conexión con la copa en alto. Ése día hubo wifi de otro mundo.

 Cuando la visión se fue, ella estaba llorando. Su padre había muerto de  cirrosis veinte años atrás, era alcohólico. Su refugio era el club, en dónde había un bar con mesas para jugar a las cartas. En ése escenario se juntaba con sus amigos a beber, a ser feliz cómo podía.

 Me complace saber que el cielo tiene un paraíso para cada uno de nosotros  y que lejos de lo que nos cuentan, en lugar de torturas y padecimientos, hay misericordia e infinita compasión para los que se fueron y que el amor no tiene tiempo ni espacio.
 Entenderlo se transformará en un consuelo luminoso para quienes los extrañamos.